Tres décadas hace que prendió primero la Historia y luego una de sus técnicas "colaterales" la Arqueología. Desde entonces tantos paisajes, tantos lugares y en todos siempre un detalle, que nos deja un jirón de recuerdo. Por ello esta "arqueología colateral" aspira a recuperar retazos de aquellos viajes, estancias, personas, lugares que hemos surcado en pos de la labor cotidiana de la arena entre los dedos, la criba del hueso, de la astilla oxidada que un día clavo fue...

domingo, 22 de abril de 2012

La motilla de Santa María del Retamar





En uno de los viajes de infancia y adolescencia mis padres me llevaron a Argamasilla de Alba. La prisión de Cervantes, el castillo de Peñarroya, Ruidera… fueron poderoso reclamo para que acudiéramos al encuentro de la historia en aquellos sugestivos paisajes. Mas tarde, en el otoño de 1984 volví a Argamasilla. No había cumplido aún los 23 años y acababa de licenciarme en Prehistoria y Arqueología por la Universidad Autónoma de Madrid. Era mi primer contrato de trabajo, y en cierta manera era la continuación de las prácticas que habíamos realizado desde la primavera de 1981, al integrarnos en un equipo de investigación sobre la Edad del Bronce de la Mancha que era liderado por el Dr. José Sánchez Meseguer y en el que la entonces aún doctoranda Katia Galán Saulnier era el motor y de aquel grupo de personas. 
Pero ahora era distinto. Ya era arqueólogo, el oficio que vino al encuentro de un joven  “de letras”, que le gustaba escribir y que en la recta final del bachillerato había tenido un magnífico profesor de latín y griego, Jose Luís Navarro González. No obstante no le seducía el futuro docente – prácticamente el único posible entonces para las filologías – por lo que siguió a tres amigos que se matricularon en Geografía e Historia. Antes de Navidad habían abandonado los tres, por lo que seguí solo en el aula 103 de la Facultad de Filosofía y Letras, vislumbrando un futuro posiblemente también docente, aunque con la Historia Antigua como objeto de estudio. Pero a mediados del segundo curso tuve conocimiento de unas prácticas de arqueología que se realizaban en lo que llamaban “La Cueva de Estremera”. Conocí al profesor Meseguer en un abarrotado laboratorio, donde los fragmentos cerámicos convivían con unas entonces extrañas máquinas de escribir conectadas a pequeños monitores. Mas tarde supe que eran ordenadores personales, los primeros Aple II, de los que el equipo del profesor Meseguer era pionero en su aplicación al tratamiento de datos procedentes de excavaciones arqueológicas. Desde aquellos días, hace ahora treinta años, hemos crecido de la mano de la Prehistoria y la Arqueología.
Volvamos a la “Motilla de Santa María del Retamar”, que es el nombre del yacimiento arqueológico por el que nos habíamos desplazado a Argamasilla de Alba. La última de las lagunas de Ruidera se embalsa en el pantano de Peñarroya y desde allí el recién nacido río Guadiana fluye por un estrecha vega, en sentido este – oeste. En estas llanuras aparecen una serie de montículos, que no alcanzan los diez metros de altura y que son fácilmente observables desde las alturas del entorno. Son las denominadas “motillas”, ya mencionadas en documentos medievales como hitos de deslinde de términos, y que configuran un paisaje característico. En realidad estos montículos son el resultado de la erosión sobre las ruinas de poblados de las Edades del Bronce y del Hierro, soterrando el contenido de aquellos. Conocidos por los arqueólogos desde hace un siglo, no será hasta la década de los años setenta del siglo XX cuando se inicien investigaciones sistemáticas sobre ellos, siendo la Motilla del Azuer, situada en el término de Daimiel, la más excavada y conocida del aproximadamente centenar de lugares similares conocidos.
Allí, bajo la dirección de Katía Galán y Rosario Colmenarejo, formábamos equipo técnico junto a Elena Sanz del Cerro y asistimos por primera vez al fascinante momento de iniciar la primera campaña de excavaciones sobre un yacimiento arqueológico. Ante nosotros el montículo de unos diez metros de altura y setenta metros de diámetro. El equipo de trabajadores, diez personas procedentes de Argamasilla de Alba que habían sido contratados por el INEM para paliar los meses de inactividad agrícola del invierno, pensaron en un principio que su trabajo consistiría en “allanar” el montículo para facilitar la siembra, o para aumentar las viñas y barbechos que nos circundaban. El Guadiana, tímido y estrecho, discurría al norte de la motilla, separando esta de la carretera Argamasilla – Ruidera, por lo que teníamos que acceder por el camino de servicio del antiguo canal de riego que serpenteaba en la cota de contacto de la llanura con las lomas que se alzaban al sur. Recuero aquel otoño lluvioso y los dos meses que duró nuestro trabajo estuvieron siempre teñidos por el fino barro rojizo de la vega.
Poco a poco se desvelaron una serie de paramentos y muros que emergían bajo la fina capa de tierra vegetal. Comíamos el bocadillo sentados en la fina hierba que cubrió aquel otoño y los dos siguientes, junto a las pequeñas hogueras alimentadas por la leña de las retamas, ubícuas en el montículo de la motilla. Y entre los muros, varias toneladas de fragmentos cerámicos, que identificábamos y describíamos en los días de lluvia, bajo el techo de unas antiguas dependencias municipales. A final de las tres largas campañas de excavación, al filo de las navidades de 1986, la motilla lucía con un reticulado de cuadrículas de excavación digna de los mejores tiempos de Sir Mortimer Wheeler.
Trabajar a las órdenes de Katia Galán fue una de las mejores escuelas que he tenido nunca. De ella aprendimos a llevar el paletín en el bolsillo trasero derecho del pantalón (aunque después lo desplacé al mismo lugar pero trabado con el cinturón, donde aún lo llevo), a encender un cigarro cuando iniciábamos el dibujo de un plano de excavación sobre el papel milimetrado (gesto que abandoné en la etapa cordobesa tras abandonar el hábito de fumador), a recoger hasta el mínimo fragmento de material arqueológico, incluso los de cronologías más cercanas a la nuestra, para poder fechar estrato a estrato cada fase del yacimiento...  En definitiva más de seis meses de trabajo de campo y quizás otro año completo de gabinete en el laboratorio de la Autónoma, donde tuvimos el honor de participar en la redacción de un artículo que apareció en la extinta revista “Oretum” de Ciudad Real, en su último número de 1987.
Ahí quedamos atrapados por los colores de la Mancha, a la que hemos vuelto desde hace una década por razones familiares, pero de la que nunca nos habíamos desprendido del todo, al menos al sesgarla vía N-IV en la otra “década andaluza” que algún día escribiremos. Quizás fueron las últimas campañas “a lo vieja escuela”, epílogo de trabajos como los desarrollados desde el Cerro de la Virgen de Orce, Fuente Álamo, Cerro Macareno hasta Gatas, Zambujal, Morra del Acequión, Motilla del Azuer. Solo en este yacimiento similar en tipo y cronología al que nos ocupa se continuaron los trabajos más allá de los años noventa del siglo XX hasta la actualidad, exponiendo un asentamiento de estas características de forma casi íntegra. Precisamente esos años noventa significaron la consolidación de otro tipo de campañas de excavación arqueológica sistemática, dejando paso en parte a proyectos preventivos en el que nos integramos entonces. Las décadas de los años sesenta a ochenta no han sido aún relatadas en la historia de los principales yacimientos y proyectos de excavación y desde aquí animamos a hacerlo a los protagonistas de ese periodo fundamental para la consolidación de una arqueología prehistórica peninsular, antes que caiga en manos de los habituales de la exégesis arqueológica que tanto se prodigan ahora y que con tanta superioridad y desdén tratan etapas tan decisivas e importantes como esta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario